viernes, 12 de abril de 2013

El caimán de la Fuensanta

Cuenta una vieja leyenda que vivían en Córdoba dos amigos que se conocían desde la infancia. Cuando tenían tiempo salían juntos al campo unas veces por cazar y otras para pescar en el río Guadalquivir. Solían frecuentar un paraje apartado y hermoso cercano al Santuario de la Fuensanta. El camino era fácil y el lugar lleno de árboles, así que Simón, que así se llamaba uno de los amigos, podía llegar hasta él sin dificultad, pues era cojo. El otro, Antón, era el cazador.

       Aquel día, como habían hecho siempre, salieron juntos al campo; Antón, con su vieja escopeta preparada, andurreaba los caminillos que van al río desde los sembrados o rebuscaba los tamujales de la orilla por si acertaba a saltar algún conejo. Simón se acomodó al mismo borde de la corriente bajo unos altos y frondosos álamos y echó su anzuelo con la esperanza de pescar, como tantas veces lo había hecho allí mismo. De pronto oyó un quejido lastimero y prolongado y pensó que era el llanto de un niño. Se levantó y un poco inquieto se esforzaba por ver de donde venía, pero no lograba averiguarlo, aunque, fijándose mejor, descubrió en mitad del río, y como si estuviese prendido en su sedal, un enorme pez, un gigantesco reptil o una descomunal serpiente que venía hacia él; nadaba despacio y sin hacer ruido, tenía los ojos saltones y ensangrentados  y los fijaba en los suyos sin parpadear...

    Tal fue el pavor que sintió el impedido Antón que sólo tuvo tiempo de soltar la caña, recular sobre sus tullidas piernas por la orilla y tratar de defenderse con la muleta que le ayudaba a caminar. Cuando ya el horrible animal estaba muy cerca de él pudo gritar muy fuerte y llamó angustiado a Simón. Éste llegó al momento hasta donde estaba el amigo acosado y no podía creerse lo que estaba viendo. Un enorme lagarto que cortaba el paso a Antón y se acercaba amenazador hacia él con la clara intención de devorarlo. Así que, sin pensarlo más, el cazador se paró, aseguró  bien los pies sobre la hierba y disparó dos tiros al infeliz camán, que este era el bicho, recibiendo el doble impacto en la cabeza y muriendo casi en el acto.

    Pero antes, tal había sido el apuro de Antón, que tuvo que oponer al monstruo su muleta, de forma que cuando el amigo disparó sobre él, éste ya tenía desencajada su enorme boca, y aprisionaba entre sus enormes dientes las maderas astilladas, mordidas y rotas. Así, con las fauces abiertas, fue capturado y muerto y así pertenece aún colgado de la pared del Santuario.
   
  Después los dos amigos, superado el susto y vencido el peligro, desollaron al caimán y arrojaron su cuerpo desnudo al río Guadalquivir, la piel la llevaron al Santuario de la Fuensanta porque ambos eran muy devotos de la Virgen. Allí dejaron como exvotos no sólo la piel del caimán, sino también la escopeta y las tablas mordidas y rotas de la muleta de Antón, aunque recompuesta, y hasta hoy día allí se exponen todos los despojos, se conservan y se admiran.


   



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